El siguiente ensayo fue escrito por Hugo Lindo en 1964. La transcripción que acá presento ha buscado ser respetuosa con el texto original, y su publicación cuenta con el consentimiento de los herederos del escritor.

En esta fecha, 24 de septiembre de 1964, cumple 9 años de haber pasado a la Eternidad nuestro más insigne polígrafo, el Maestro don Francisco Gavidia. Esto acontece en vísperas del año que, por sendos decretos de la Asamblea Nacional Legislativa y de la Academia Salvadoreña de la Lengua, será llamado “Año de Gavidia”, pues durante él se celebrará, con la mayor pompa y el más elevado entusiasmo, el primer centenario de su advenimiento a la historia nacional.

Es, pues, la de don Francisco, si bien omnipresente en la sensibilidad de El Salvador, y de toda Centroamérica, una figura de muy particular recordación en los días que corren.

Hoy, en el aniversario de su deceso, se me ha convidado muy gentilmente a expresar unas cuantas ideas sobre su personalidad luminosa. Tal encargo del Ministerio de Educación, me honra y agrada, porque, a más de la admiración que profeso a la memoria de Gavidia, siempre he guardado por ella una devoción personal de afecto muy íntimo. La voz generosísima del Maestro guió más de uno de mis pasos iniciales en las letras, con el consejo de sabio y la crítica exenta de egoísmo y acrimonias.

Desgraciadamente, ni el tiempo ni la circunstancia en que estas palabras se pronuncian, resultan propicios para el ensayo minucioso, la cavilación profunda o el rastreo cuidadoso de las vetas de esta mina espiritual, tan ricas en oro de sabiduría como abundantes en direcciones.

Algo más sencillo intentaré: una somera indagación en torno a una palabra que a nuestro don Francisco se le ajusta como si hubiese sido tallada para sus sienes ejemplares: la de Maestro.

Y pues hablo de un conjunto de jóvenes que se preparan para ejercer mañana, con la máxima eficiencia y más decantada pureza que Dios les otorgue, las tareas del magisterio, nada puede resultarnos más oportuno que el hacernos esta pregunta: ¿en qué sentido este cognomento, ya incorporado a su nombre como si fuese uno de sus elementos constitutivos, conviene a nuestro bien llorado humanista?

Sí: en Gavidia nos interesa, hoy más que nunca, el Maestro.

Para otorgar este título, nuestro medio, a diferencia de otros ambientes latinoamericanos, ha sido sumamente parco.

¿Por qué causas, conforme a qué sensibilidad, vino la sociedad salvadoreña, sin distinción de bandería alguna, a señalar a Gavidia como a un Maestro?

La acepción más directa y elemental del término, parece ser aquella que lo hace sinónimo de profesor, de hombre dedicado a la enseñanza. Ciertamente, Gavidia fue Maestro en este sentido. Mas sería injusto limitar su esfera al mero proceso de enseñar a grupos de estudiantes universitarios, una o varias asignaturas humanísticas. Cierto es que durante algunos años, él tuvo a su cargo la cátedra de Oratoria Forense en nuestra Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales y que, quienes tuvieron el privilegio de recibir sus enseñanzas, las recuerdan todavía, emocionados y agradecidos. Mas a ello no dedicó don Francisco muchos años, ni la mayor parte de su tiempo en los que desempeñó tales tareas.

Su magisterio va, pues, más allá, mucho más allá. Brilla en la cátedra, mas no se contiene exclusivamente en ella.

La palabra Maestro viene de Magister, y Magister, a su vez, de magis, que significa grande. Grande es la tarea encomendada al profesor. Si éste la cumple excediendo toda medida, superando sus propias limitaciones de tiempo, energía, de interés y hasta salud, gana, sin duda, el nombre maestro.

Gavidia fue grande en todas las actividades de su espíritu, y en todas ellas nos fue dejando una lección, tanto más viva cuando menos aparentaba ser una lección; tanto más subyugadora, cuanto más emergía del ejemplo que del consejo; tanto más perdurable, cuanto más se enraizaba en el substractum de su honestidad insobornable. Y cabe decir con honda satisfacción, porque “honrar, honra”, que el pueblo salvadoreño, casi instintivamente, no alcanzando, con frecuencia, a captar las alturas del pensamiento gavidiano, supo reconocer, con maravillosa intuición, la marca de grandeza que aquel hombre excepcional traía estampada en el alma. 

Antes que el sabio, nos interesa el hombre. Echemos una brevísima ojeada sobre su figura.

Lo conocimos ya anciano. La cabeza tosca, como esculpida en piedra. Amplia la frente, sobre la cual un mechón negro y liso caía con terquedad, no obstante los frecuentes manotazos que pretendían rechazarlo. Pequeños y penetrantes los ojos oscuros, que miraban con una dulzura casi infantil. Sonora y escandida su la voz, como si siempre estuviera contando las sílabas de un hexámetro. Ancho de tórax, para albergar el corazón y retener el soplo del Espíritu Santo, que es la inspiración de la sabiduría.

El hombre, como hombre, prescindiendo de sus conocimientos de estudioso y de sus arrebatos de poeta, nos deparaba constantes y maravillosas lecciones.

Por de pronto, a simple vista, como un hálito que emergiese de su total presencia, había una lección de modestia. Los más grandes homenajes dejaron caer sobre él, el peso de innúmeros laureles, y la modestia tuvo suficiente vigor como para soportar ese peso, sin doblegarse. Ni el doctorado honoris causa  de nuestra Universidad, ni la nominación que de él hizo nuestra Asamblea como Salvadoreño Meritísimo, ni la Gran Cruz del Águila Azteca con que México condecoró su pecho, ni el cúmulo de agasajos públicos, de artículos laudatorios, de reverentes elogios que constantemente recibía, fueron capaces de alterar en lo mínimo su actitud de suprema discreción.

Era superior. Sin duda tenía conciencia de lo que era. Pero su tacto delicado le impedía demostrar o imponer esa superioridad ante sus interlocutores. Sabio de muchas letras, partía del principio de que sus contertulios sabían, al menos, tanto como él, y hablaba con naturalidad, con sencillez, facilitando al prójimo los datos necesarios para el juicio, como quien sólo enuncia presupuestos harto conocidos por los demás.

Viene aquí de perlas una anécdota, que no recuerdo si alguna vez he referido en público.

Yo visitaba con frecuencia al Maestro. Me hacía bien su serenidad, que impregnaba toda la atmósfera. Me hacía bien su paradójica juventud, a mí, que por entonces tendría unos 17 o 18 años, pues el Maestro siempre tenía algún nuevo interés intelectual, alguna pista que perseguir, algún pensamiento que profundizar… Un día, empecé apasionándome por la lectura de don Gonzalo de Berceo, que don Francisco me había sugerido. Leí cuanta cosa pude, ya no sólo de Gonzalo, sino sobre él. Y preparé un ensayo, que dentro de las vanidades de la edad, me parecía profundo y completo. Lo di a un periódico de la capital, y me quedé, ansioso, esperando a que se publicara. Luego de alguna espera, más larga para mi impaciencia de lo que era en realidad, apareció mi estudio en las páginas del diario matutino. Por la tarde, fui a ver al Maestro. Me hizo pasar a su despacho, atestado de libros, de papeles, de cuadernos, de ídolos mayas, de platos árabes, de estatuas, de recortes, y me invitó a tomar asiento. ¡Cuál no sería mi estupefacción cuando, todo subrayado con lápices rojo y azul, me mostró mi trabajo sobre Berceo, ya acotado por él, con una serie de objeciones y observaciones, al margen!… No obstante la falta de madurez de mis años, pude catar la exquisita humildad que había detrás de aquel gesto generoso. Un hombre de sus ejecutorias y de su edad, un sabio reconocido como tal dentro y fuera de las fronteras nacionales, ¡no había escatimado ni su interés, ni su tiempo, ni su trabajo, en atender los apetitos intelectuales de un mozalbete! ¡Nada ni nadie era desdeñable para él!

Otra de las notas ostensibles en la personalidad de don Francisco, fue su acendrado amor a la Patria.

Se podría decir que es obligación de todo ciudadano el cultivo de ese amor; pero la cosa no es tan simple. Hay modos y modalidades de amar a la Patria. Y en gran distancia hay entre el patriotismo auténtico, lleno de conocimiento y abnegación, y el patrioterismo vocinglero, que sale a la calle todo embanderado.

En un hombre de la estirpe intelectual de don Francisco, ese patriotismo no podía ser simplemente sentimental. Ni podía, tampoco, ser cerrado y excluyente. No por amor de lo propio desestimaría lo ajeno. Por lo contrario: él se hallaba dolorosamente consciente de nuestras limitaciones geográficas y culturales, y ya que no estaba de su mano ampliar los horizontes físicos de la nación, pugnaba siempre por abrir y ensanchar las perspectivas de la cultura. Su patriotismo asumía una forma, no siempre grata a los hombres de rutina y apego: la forma del servicio. Así, entró en el estudio de la historia nacional con paso seguro y ojo crítico, procurando descubrir y comprender el sentido de los acontecimientos y el valor intrínseco de los protagonistas del gran drama. Colocado por encima de las pasiones mezquinas, no denigró a liberales ni conservadores: procuró abarcarlos con más amplia comprensión de que unos y otros, cada uno a su manera, habían cumplido su papel, con mayor o menor acierto, sirviendo al desarrollo de la nación. Hombre justo, tampoco infló categorías ni otorgó calificativos hiperbólicos. Quiso conocer, conocer de verdad, por dentro, que es la única manera de amar de veras.

Su amor patrio no se manifestó únicamente por las vías del estudio de la historia nacional. Quiso traer hacia nosotros, siempre, los renovadores vientos de la cultura que soplaban por otros países, y particularmente por los de Europa. Pero siendo como era, su visión la de un humanista, no quería todos aquellos dones sólo para nuestra pequeña parcela. Su patriotismo englobaba a toda Centroamérica, de cuya unidad fue partidario sin vacilaciones, como lo atestigua gran parte de su producción poética. Bastarían, para afirmarlo, unos pocos versos de su muy conocido Canto a Centroamérica:

“¡Oh, centroamericanos!

No acabará la esclavitud si pronto

no os tomáis de las manos

ni avanzáis en un unión estrecha y fuerte

poniendo un solo pecho como hermanos;

a ver si hiere a un pueblo de esa suerte

el destino que forjan los tirarnos

o si ellos en la empresa hallan la muerte”.

Otra de sus notas importantes, fue la universalidad. Una universalidad que brotaba al par del conocimiento de las fuentes de diversas culturas, y del amor fecundo hacia toda la estirpe humana. Esta universalidad no estaba reñida con el patriotismo: antes bien, era su plinto y complemento, como la otra de la una sola medalla.

Si su estudio de la historia nacional y más de una de sus obras líricas  dramáticas, dan testimonio de su apego al terruño y a la Patria Grande, otros frutos de su mentalidad creadora nos hablan con palabra clarísima de sus condiciones de “ciudadano del mundo”. ¿No pedía él, para afirmación de una conciencia y nítido perfilamiento de un destino común latinoamericano, que los hombre de estudio de nuestro continente se dedicasen a forjar una filosofía propia, con apego en las realidades geográficas, históricas y espirituales de Latinoamérica? ¿No fue él, por ventura, quien anticipándose en un rapto magnífico a lo que luego harían lingüistas de resonancia internacional, pugnó por el establecimiento de una lengua universal, basada en las raíces comunes, griegas, árabes,, latinas, que son patrimonio de casi todos los lenguajes cultos de Occidente?… Bien comprendía el Maestro que para llegar a la unidad espiritual de los pueblos afines, la diferencia de idiomas era un valladar insalvable; que ninguno de los existentes tenía razón para imponer su hegemonía en el concierto de las naciones, y que una fórmula ecléctica, respetuosa de la ciencia u de la sensibilidad de de los hombres, podría servir de puente para aproximar a los hermanos dispersos. No han dado los exégetas, a mi ver, toda su importancia a este asunto del Idioma Salvador. Algunos, han hecho hincapié en que todo idioma artificial constituye una utopía, por cuanto las lenguas han de brotar, como espontáneo producto social, del comercio de los hombres. No vamos a discutir el aserto. Pero el Idioma Salvador, de nuestro don Francisco, se anticipaba, si nuestros datos no andan equivocados, al Esperanto y al Volajup. Ya sólo eso constituye un atisbo genial. Algo más es necesario anotar: el Idioma Salvador no era una creación artificial del Maestro: era una coordinación de elementos existentes; era, dentro de la ciencia lingüística, aquello que el más grande Pontífice del siglo, Juan XXIII, enunciaba, para el orden espiritual, con frase perfecta: “la búsqueda de lo que nos une, a despecho de los separa”.

Andando los años, el Esperanto obtuvo gran divulgación en diversos países. Hubo muchos libros y conferencias sobre él. Organismos, instituciones, gentes sabias, encargadas de divulgarlo y promoverlo. A buen seguro, el Idioma Salvador habría tenido igual o mejor fortuna, sin don Francisco lo hubiese propugnado desde un escenario más visible que la lugareña y casi pueblerina ciudad del Salvador de entonces. Pero, o no lo supimos comprender, o carecimos de los medios necesarios para levantar con gallardía una iniciativa de semejante envergadura. 

Recojamos también su lección de trabajador disciplinado y tesonero. Las impresiones del medio, fueron muchas. Como él vivía por encima de los intereses económicos y de las pasiones mundanas, se le veía como a un solitario excéntrico, desasido de la realidad. El conocía una realidad superior: la de las causa y los efectos. Por eso no desmayó jamás. Si en un momento dado sus obras caían en un vacío aparente, algún Daimón como el socrático le afirmaba al oído que la repercusión sería mañana; que no hay esfuerzo perdido; que en los campos de la cultura no hay sola semilla estéril, magüer las haya tardías.

Trabajaba silenciosamente, sin desánimo. Lo esencial era aprovechar cada instante, cada minuto de la vida, en un acto de permanente ofrenda.

Nuestro medio no es propicio para la disciplina intelectual y artística. En los tiempos en que tocó vivir a don Francisco, era todavía más arduo, y él supo constantemente de las limitaciones económicas, que a veces afectaban hasta lo más vital. El acto de estudio, el acto de meditación, el acto de producción literaria, no son remunerativos aún: por entonces eran simplemente heroicos. Todo esto, atenta contra eso que hemos llamado disciplina intelectual y artística. Y no es lo único. También atentan contra ello nuestro sol luminoso, nuestro paisaje siempre verde, nuestro cielo despejado, factores que invitan a dejar las penumbrosas soledades del gabinete, por el goce de la naturaleza esplendorosa. Y atenta la superpoblación, que obliga a un ritmo vehemente, mareador, en el trajín, de todos los días. Y atenta, más que todo, la incomprensión de los incomprensivos, el poco afán de la lectura que no sea de alcances pragmáticos y utilidad inmediata… Por esa época, aun aspirar a ver el propio libro impreso y bien presentado, era cosa de ilusos. Y, sin embargo, día a día, podía, quien se asomara por el ventanal de la esquina de su casa, ver la cabezota inclinada sobre los libros, o la mano derecha, de ríspida caligrafía, trazando curvas casi jeroglíficas en el papel venturoso.

Su curiosidad era insaciable. En la Italia del Renacimiento habría sido un Pico de la Mirándola, o un Leonardo, quizás. Le atraían por igual la música y la historia, la filosofía y el teatro, la lingüística y la poesía.

Ya en las postrimerías de su edad, nos hablaba, con entusiasmo francamente juvenil, de la integración de un grupo dramático, que él dirigiría. Porque estaba convencido de que el teatro es una de las actividades culturales más importantes, quizá el vehículo más adecuado para el refinamiento de la inteligencia y el gusto de las grandes masa,. Cuando otros hombres piensan en el plácido retiro y en los cuidados familiares, bien ganado al través de una larga batalla, él pensaba, todavía, en introducir dentro dentro de nuestro ambiente, fermentos de inquietud superior. Su capacidad de entrega no conocía los límites del egoísmo, ni siquiera del más lícito y comprensible entre los egoísmos.

¡Y cómo amaba a la juventud! Era una de sus maneras de expresar la fe que tenía en la humanidad. Una fe sin resquicios ni desmayos, viril, simplemente ejemplar.

No es del caso entrar aquí en el estudio de su obra poética,, tan amplia y densa que da material suficiente para largos ensayos. Mas así cabe recordar en esta órbita, un conocido gesto suyo.

En fuerza de leer y releer en voz alta el verso alejandrino francés, logró descubrir los matices, sutiles por cierto, que da a su sonoridad la distribución de los acentos. Aquel descubrimiento iba a ensanchar las perspectivas poéticas de la lengua castellana. El tuvo plena conciencia de la importancia del hallazgo, y pudo haberlo explotado, siquiera en beneficio de su gloria personal. No lo hizo. Su conducta fue la de la más abierta mano: inició a Darío en el nuevo conocimiento. Y en las alas inmensas del verso de Rubén, ese tipo de alejandrino voló desde Centroamérica hasta España, y fue uno de los puntos de partida de la más importante revolución poética habida a comienzos del presente siglo.

Tocaron a don Francisco Gavidia, diversas épocas en que la política nacional, andaba muy alejada de los más elementales principios de la democracia. El no era político, ni pretendía serlo.  Su influencia en la vida del país, se enderezaba por otros cauces. No obstante, si bien no abrigaba ni demostraba acrimonia hacia los hombres, sí tenía una enemistad poderosa: si algo rebelaba su espíritu de libérrimos vuelos, era el concepto de tiranía. Quien relea sus hermosos poemas, hallará en ellos, como una tónica constante, la postura vertical y decidida contra el aherrojamiento de los pueblos, cualesquiera fuesen los disfraces de que se vistiera. Dice, en el ya citado Canto a Centroamérica:

“No; no habían pensado
tus próceres augustos
cuando hace medio siglo proclamaban,
tu santa libertad y tu grandeza,
en el noble estandarte desgarrado
ni en el pueblo cobarde y maniatado
sobre cuya cabeza
su huella sepulcral dejara un día
como estampa de sangre
el pie de la cobarde tiranía”.

Y no era mero alarde retórico. Cuando el Gobierno de la hermana República de México en un gesto que mucho honra al país del águila y la serpiente, dispuso condecorar al Maestro con la más alta presea, en el paraninfo antiguo de nuestra Universidad, el discurso de agradecimiento de don Francisco fue una sorpresa para todos los circunstantes. Y una sorpresa no exenta de temor por las consecuencias que podría acarrear a nuestro humanista.

Cumplió don Francisco, gentilmente, con cuanto la cortesía demandaba de él. Y luego se enfrascó en una serie de cavilaciones en voz alta olvidando el papel que había llevado para su lectura. Habló largamente contra la tiranía. Dijo cosas candentes, que en el instante político por el cual atravesaba nuestro país, era muy peligroso enunciar. Ninguna inhibición, ningún temblor manchó la pureza de aquella voz, que resonaba en el viejo recinto como la de un protagonista de una tragedia de Sófocles. Y entonces, no era fácil, no era cómodo hablar. Sólo la dignidad cívica era su escudo.

Hoy recordamos, con amor y tristeza, el instante en que don Francisco Gavidia se marchó de nuestro lado.

El año próximo entrante, por disposición del Supremo Gobierno y por iniciativa de la Academia Salvadoreña de la Lengua, será dedicado a su memoria, con un sentido más jubiloso, por cuanto se celebrará el primer centenario de su nacimiento. Estos son los frutos que él plantó, sin esperar a verlos en flor ni en cosecha, sin curarse de la fortuna buena o mala que llevaría cada simiente.

Y eso es maestría.

La enseñanza por el ejemplo, por la entereza.

El haber sabido ajustar la vida propia a la propia vocación, con tal integridad, que nada ni nadie pudo apartar al insigne varón de su camino.

Volvemos los ojos hacia él.

Hallamos a un hombre modesto y sencillo, a un verdadero patriota y centroamericanista, a un varón tesonero, constante frente a toda adversidad e incomprensión, lleno de fe en los valores del espíritu,, amante de la juventud, generoso y desinteresado hasta los límites de lo increíble, curioso y sabio de toda ciencia y arte, y, sobre todo, a un varón digno, implacablemente digno, cuya estatua mora debe servir de norte y guía a todas las generaciones por venir.

Es decir —jóvenes que estudiáis para maestros—, hallamos en Gavidia, sin reticencias de ninguna índole, al Maestro.

¿Que es cabeza inmortal, siempre luminosa, sea vuestro faro!

(Impreso el 9 de diciembre de 1964, en los Talleres de la Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación. San Salvador, El Salvador, C. A.)